Fisterra, final de un camino pero principio de otro

Estuve más de un mes caminando para lograr llegar a Santiago. Tenía un destino al que dirigir mis pasos, un objetivo que cumplir, un sueño que alcanzar. Desde el mismo momento en que divisé a lo lejos la ciudad en donde reposa el apóstol, tuve claro que lo conseguiría. De ahí en adelante desaparecieron las ampollas, los dolores y el sufrimiento. En mí todo era felicidad y orgullo, finalmente lo había logrado, lo conseguí, alcancé mi objetivo.

La entrada a Santiago fue maravillosa. La gente me observaba y yo les devolvía la mirada con orgullo. Ahí estaba, apunto de terminar mi camino. Las callejuelas de Santiago, el espíritu del camino, la multitud de peregrinos, las gaitas sonando cerca y finalmente la catedral. Lloré de alegría al verla. Me abracé a mis compañeros de camino, esa gente anónima para mí hace cuatro o cinco semanas pero ahora un pilar indispensable de mi viaje por todo el norte de España. Había cumplido mi sueño, había alcanzado mi objetivo y había aprendido que la experiencia del camino no es lograr el sueño, si no que es convertir el camino en un sueño en si mismo. Allí, en Santiago, terminó una de las experiencias más fuertes de mi vida, terminaba mi Camino de Santiago…

Fisterra-2… O quizás no. Quizás el camino me diera una nueva oportunidad. Porque ¿Cómo iba a volver a la rutina después de tener una vivencia tan espiritual? ¿Cómo volver a sentarme en la silla de la oficina si mis pies ya estaban hechos a mis botas, al polvo y a las piedras? ¿Cómo salir de repente de ese pequeño mundo completamente alejado de mi anterior rutina para volver a lo de siempre? Es ahora cuando debía aprender una cosa importante que también enseña el Camino de Santiago. Y es que una vez alcanzado el objetivo, llega el momento de dejar atrás lo vivido, transformarse en algo nuevo y buscar otro destino. Y para ello, debía seguir hasta Fisterra.

El viaje hasta Fisterra me llevó tres o cuatro días más. El camino seguía siendo verde, como en toda Galicia, aunque poco a poco fue cambiando y se notaba la cercanía de la costa. Fisterra es un pequeño municipio de unos cinco mil habitantes situado en la costa de la provincia de La Coruña. Su nombre en latín significa “el fin de la tierra”, y esta es la sensación que debió darle a aquellos que lo poblaron al mirar al horizonte para comprobar que más allá de Fisterra no había nada más que agua y agua y agua.

Ahora sí, mi última etapa del Camino de Santiago había llegado, finalmente no terminó de forma tan abrupta como te esperaba. Llegué a Fisterra ese mediodía. Busqué un albergue, una ducha y un lugar en donde comer, en uno de los bonitos bares que se encuentran en el puerto. Completé la tarde paseando por el pueblo, visitando el Castillo de San Carlos, la iglesia de Nosa Señora das Areas y la lonja. Tomé unas cañas y descansé antes de dirigir mis pasos hacia el faro de Finisterre.

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El sol empezó a descender y había llegado el momento de recorrer la pequeña carretera que lleva desde el pueblo hasta el faro. Una vez allí, los turistas se mezclaban con los peregrinos y los vendedores de souvenirs. Puse mi último sello del camino, el sello del faro de Finisterre. A continuación me dirigí a las rocas tras el faro y me senté sobre ellas. Allí contemplé la inmensidad del mundo y la grandiosidad del mar. Ellos, como el camino, son grandes maestros. Allí, poco a poco, el sol se acercó al horizonte, acarició las olas y entre tonos amarillos, rojos y violetas se apagó lentamente hundiéndose en el agua hasta ser completamente engullido por el mar. La experiencia no se puede contar, simplemente es algo que debe ser vivido.

 

Esta vez sí, con el día, terminó mi camino. Llegaba el momento de buscar nuevos horizontes, nuevos objetivos, un nuevo camino. Y para dejar atrás el pasado y seguir viviendo el presente y el futuro, los peregrinos quemamos una prenda usada durante el camino. El fuego purificador lo llaman. Ese fuego es el que te convierte en algo nuevo gracias a lo que has vivido y a lo que has aprendido mientras andabas. El pasado dejó de existir, se quemó junto al faro de Finisterre. En ese preciso instante sólo quedó la alegría de saber que debía seguir andando hacia un nuevo lugar.

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